
Estoy cansada. Cansada y harta. Me prometí a mí misma que no volvería a pensar en el tema, que no volvería a comerme más la cabeza con ésos asuntos, que me olvidaría para siempre y que mi vida empezaría otra vez desde aquella tarde de Domingo. Y lo intento, lo intento por todos los medios. Es la vez que más empeño -obligado- le estoy poniendo a la situación. Y no es suficiente. Todas las noches, cuando me meto en la cama, abrazo a mi peluche gigante, subo la sábana hasta mis orejas y me quedo con los ojos abiertos en la negrura. Sé que al final acabaré por dormirme porque el efecto de las pastillas no tarda mucho en adormecerme el cuerpo y hacer que mis párpados pesen como el plomo. Y es inevitable lo que va a suceder ésa noche. Yo solía soñar espontáneamente, algún que otro sueño o dos. Ahora parece que mi subconsciente me está obligando a recordar, me está obligando a hacerme daño, arrastrándome a un mar de recuerdos que son nuevos, pero que duelen como si estuviesen pasando de verdad. Desde aquella tarde de Domingo en la que todo se terminó para siempre los recuerdos no dejan de avasallarme la mente. Todas las noches tengo un sueño. En todos los sueños que tengo está relacionado el mismo asunto. Y no sé si considerarlos sueños o pesadillas, porque todas consiguen sacarme un par de lágrimas. En muchos de ellos acabo corriendo hacia ningún sitio, tirándome al suelo y llorando desconsoladamente; como aceptando lo que pasa, pero ansiando con fuerza que sea mentira. Y, al final, acaba siendo mentira. Pero es que en ésos momentos es tan real, que aunque sabes que es mentira, haces lo imposible por arreglarlo. Todas las noches que tengo un sueño me despierto ciega. Todo es oscuridad a mi alrededor, oscuridad inmensa que se lo traga todo. Busco a tientas el interruptor de la luz, y oigo cómo la luz se enciende, pero yo sigo cegada. Ya me he acostumbrado a que todo éso pase, pero es inevitable que vuelva a suceder una noche más, y otra, y otra. ¿Cuándo se va a terminar ya ésta tortura?
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Nubes de papel.