Y entonces amé todas y cada una de las formas que tengo de autodestruirme. Porque eran lo único que me quedaban, eran las únicas que se hallaban a mi lado cuando la soledad se deleitaba de mis recuerdos. El simple placer de no llevarte un bocado a la boca, la certeza dolorosa de que ésto no tendría alguna repercusión perjudicial en tu cuerpo, ése macabro placer al escuchar las voces que por dentro de ti te premian tras haber hecho algo atroz contra ti y contra los que te rodean. Como muchísimas otras cosas, se trata simple y llanamente de una lenta forma de autodestrucción para que nadie se percate de lo que realmente sucede. Más melodías de nana para acallar mis sentimientos, para reducir el espacio entre mis palabras y como compañía entre las soledades de la oscuridad de mi infierno personal. Y pedí ayuda y no se me prestó una mano, pedí compasión y se miró hacia otro lado como si de una muerta de hambre se tratase -qué ironía, ¿a que sí?-. Y aunque yo gritara y gritara, nadie vendría corriendo hacia mí. Lo más inútil de todo era que yo sabía que nadie vendría jamás. Gritar para nada, para desgarrarte la garganta hasta dejarla en carne viva y poder al menos callar tus gritos por tu propio bien. Las noches se pasan entre pesadillas, se suceden entre malos sueños, entre mordeduras y entre dolor que te recorre la espina dorsal y cuya gravedad nadie se imagina. Ayuda, necesito ayuda.
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Nubes de papel.