Nos intentan hacer creer que ningún mal es eterno y que nuestro cuerpo está preparado para aguantarlos. ¿No contamos en ésta estadística las personas con el corazón debilitado, marchito y roto? ¿Cómo se supone que se supera un mal que te gusta, cuyo placer es irrevocable y al cual te gusta acudir siempre? No hago más que repetir las mismas palabras con la esperanza de que alguien me escuche, incluso diciendo ésto me estaré repitiendo como si fuese un loro desesperado. Miles de veces me habrán dicho que no todo en la vida saldrá como nosotros queremos. Tendí a generalizar mucho ésa frase y a entender que nada en mi vida puede ser nunca como yo quiero. Nunca podré sonreír de verdad, sincera y abiertamente, sin miedo a ser juzgada y sin miedo al qué dirán los demás al escuchar mi risa de niña pequeña. Jamás podré ser una buena madre -si es que llego a serlo algún día-, y tampoco podré ser nunca jamás de los jamases una buena hija, por más que me lo proponga. Quisiera aprender a saber aceptar todas éstas crudezas de la vida, pero siempre se me ha dado mejor madurar a base de los golpes que la vida ha sabido propinarme. Aún así, siempre me he empeñado en levantarme cuando ha tocado, y no he sabido aprender a quedarme en el suelo hasta que pasara la tormenta, hasta que todo se calmase y entonces pudiese ponerme en pie de nuevo. Sube el volumen a la música, suben las voces y los instrumentos para callar las voces de mi alma que resuenan en las cavidades de mi cuerpo y que tiran de mi piel hacia abajo intentando desgarrarla. Pero no es suficiente, no es suficiente para revocar el doloroso paso de las horas, mi mirada yéndose hacia el reloj y deseando que los días se consuman como cigarrillos, rápidos e indoloros, con ése placer de consumir lo que te mata...
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Nubes de papel.