Sólo es un día malo más. Sólo son unas cuantas horas echadas al bolsillo, desperdiciadas entre la soledad, el hambre y el abandono. Es cierto, es cierto que gracias a ciertas ayudas he conseguido mantenerme y no darle tantas vueltas a las cosas, sopesar menos las ideas, volver a ser sumisa y responsable en todos los aspectos. Pero, en el fondo, muy en el fondo, he de admitir que tengo miedo. Tengo miedo de dejar de ser una persona, de convertirme en ésa máquina que piensa automáticamente y deja de creer en las utopías para dejarse llevar y dejar de pensar por sí misma. Es cierto que la vida se me está haciendo más llevadera, pero, ¿a qué precio? ¿Cuánto tengo que pagar por estar feliz? Sigo dándole vueltas. Es la primera vez que soy incapaz de buscarle el lado pesimista a la situación. Pero tampoco el lado optimista. Es un estado gris, ¿no? Era lo que querían que fuese capaz de lograr: aquel color intermedio que me sentía incapaz de ver, que estaba por encima de todas mis posibilidades. Y es ahora cuando veo ése color gris en el que puedo dejar de pensar y dejarme llevar por mis verdaderas emociones -aunque aún no estén donadas del todo-, cuando las horas sí que se me pasan más volando que nunca y, en el fondo, muy en el fondo, aunque duela admitirlo, me gusta, pero tengo miedo. Me gusta porque dejo de pensar, dejo de estar triste, dejo de estar susceptible a todo e incluso dejo de llorar y un poco más de comer; sin embargo, me da miedo. Me da miedo convertirme en ése robot que habla inconscientemente, que no tiene luchas interiores, que se toma la vida con ésa calma apacible que da tanto miedo. Sí, he de reconocer que me da mucho, mucho miedo. Pero, por primera vez, también tengo que admitir que no estoy sola ante el peligro.
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Nubes de papel.