Cierro los ojos y veo oscuridad. En éso puede resumirse todo: en la profunda y ardiente oscuridad que consume mis días. He de admitir que, cuando te acostumbras a sus clavos hundiéndose en tu piel, es agradable el efecto placebo que te proporcionan, y entonces puedes quedarte tranquilamente quieta a esperar a que se claven en ti con más fuerza aún. Qué importa las veces que lo hagan, o la intensidad, lo importante es que ya no digieres más dolor, te has negado y así es como piensas pasarte el resto de tu vida. Es triste, ¿no? Aceptar nuestra condescendiente derrota y tener que admitir que las cosas no siempre saldrán como nosotros queremos: que hoy no es un buen día para empezar a lograr conseguir ésos sueños que nos llevan trayendo de cabeza desde hace bastante tiempo. Pero, ¿qué podemos hacer? La vida no nos da reveses, se los damos nosotros con los actos que hacemos todos los días, con todas ésas decisiones que no tomamos, con ésas oportunidades que dejamos pasar y con cada lágrima que derramamos en soledad, que son las más preciadas y las que más valor poseen para mí. Ser fuerte es algo muy cansado, deberían considerarlo un deporte nacional, deberían ponernos a todos en fila y comenzar a herirnos cruelmente y, quien aguantase más, debería llevarse un gran premio, algo así como una cura para su enfermedad. Quiero salir, despedazar mi piel a tiras e irme más allá de lo existencial, más allá del dolor y de todas sus curas posibles. Que hoy no quiero ser persona, ni fingir sonrisas, hoy quiero un alma vacía con huecos para no sentir.
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Nubes de papel.