Si necesitas una mano, la encontrarás al final de tu brazo.

No sé por qué a pesar de todo sigo aquí, en pie, aguantando por mucho que duela cada golpe que decidan darme sin que les importe nada el cómo me quede yo después. Siempre he sido de ésas típicas personas que, cuando alguien necesitaba algo, he estado allí la primera; pero el cuento se cambiaba cuando era yo la que necesitaba algo, y entonces todas las manos se me apartaban cuando las pedía. Siempre ha sido igual y creo que me moriré estando igual, y éso es lo que me fastidia y me enfada. Me gustaría que las cosas dejasen de ser así. Siempre soy la estúpida que siempre está allí, tiene detalles con las personas que le importan, les ayuda en todo lo que puede y se muestra para todo lo que necesiten y más. Y cuando soy yo la que reclama unos minutos de atención, parece que es imposible otorgármelos. De buena, parece que soy tonta. Prometer que jamás volveré a caer en las mismas jugarretas sería mentir, y descaradamente, además, porque volveré a hacerlo, de éso estoy segura. Porque no quiero pasar a la historia como ésa mala persona a la que todos miraban mal. Me da igual hacerlo como la chica a la que miraban mal, pero no como a ésa persona mala que nunca dio nada por nadie. Es triste saber que, quizás, lo haga como aquella persona por la que nadie dio nada. Porque, por mucho que me prometan, me elogien y demás, siempre seré ésa niña estúpida y solitaria que espera un cambio fervientemente y luego no ocurre jamás, porque todos están demasiado absortos en su mundo como para pararse a pensar en mí. Parece que la furia y las ganas de enfadarme con todos se están aplacando conforme las letras se pintan en mi teclado, pero es que no tengo ganas de nada más. Me debilito por momentos.

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