Cuando todo se detenga, cuando ya todo carezca de sentido, cuando haya aprendido a ser fuerte sin detenerme por el camino, ahí será cuando entonces pueda felicitarme a mí misma. Todo en ésta vida es cuestión de la magnitud de nuestras exigencias personales, y del grado de proposición que tengamos primero. En éstas últimas semanas he aprendido que fingir que eres feliz lo es todo, la actitud es lo que cuenta y dejarte llevar por las situaciones es lo que condimenta el pequeño mundo a base de mentiras creado por mí misma. Pero al fin y al cabo pienso que no es tan malo, ¿no? Fingir que soy feliz me ha devuelto sólo un pequeño pedacito de mi felicidad, y aunque haya momentos como éste en los que me sienta hundida debajo de mi edredón, supongo que tarde o temprano acabaré por salir a flote a fingir de nuevo ésa sonrisa. ¿Por qué será que siempre quiero más? Ésa avaricia que está empezando a rasgar los tejidos del saco me mata. Y por dentro de mí está ésa vocecita que me dice: "Cálmate. Las cosas no serán siempre como tú deseas", y luego las ganas vienen a mí y empiezan a comerse mi estómago, se alimentan de mis pesadillas y de mis deseos y anhelos. Sacudir la cabeza y olvidarse de todo ya no es un buen método, tampoco lo es descolgar el teléfono y esperar contar con la ayuda de los que siempre estuvieron e iban a estar ahí... Quizás lo que realmente necesite es lo que pienso hacer durante todos ésos asquerosos días: hundirme debajo de un montón de sábanas e irme a ése mundo donde mis sueños son algo más que imágenes borrosas que visitan mi mente de vez en cuando.
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Nubes de papel.